«Sons live, Redwood bleeds.«
Otto Delaney.

           Podría iniciar este artículo rescatando lo que dijo Howard Hawks cuando terminó de filmar su Scarface (La pandilla de Caracortada, 1932): «Va a ser difícil que nos superen, porque nosotros hemos filmado todos los crímenes en esta película«. Lo que Hawks nunca imaginó es que cincuenta años después aparecería Brian De Palma con su remake, y que una sierra eléctrica y una bañadera le alcanzarían para hacer que la original pareciese un juego de niños. Comentamos esto de antemano, porque haciendo un paralelismo intragénero sería acertado argumentar que Sons Of Anarchy es a Los Soprano lo que la Scarface de De Palma fue a la de Hawks, en cuanto a sus caudales de violencia intrínseca. No hay serie acerca de la mafia más violenta que Sons Of Anarchy, ni siquiera The WireBoardwalk Empire, la italiana Gomorra o la británica Peaky Blinders. Para ser más específicos al respecto, a lo largo de sus siete temporadas no hay ninguno de los noventa y dos capítulos donde no se mate a alguien.

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Charlie Hunnam es Jackson Teller.

           O también podríamos haber empezado diciendo que el show craneado por Kurt Sutter (The Shield 2002-2008) es, en su argumento más esquelético, una versión moderna y laxa del Hamlet de William Shakespeare. Su protagonista, Jackson «Jax» Teller, no es el príncipe de Dinamarca, sino el vicepresidente de un club de motoristas en el pueblo ficticio de Charming, y su padrastro, Clay Morrow, no es el usurpador de la corona dinamarquesa, sino el presidente de la mentada organización non sancta. Clay tampoco es el tío de Jax; solo es uno de los mejores amigos de su progenitor. Aunque en la práctica, el camino de Clay para hacerse con el trono (o el sillón y el martillo en este caso) es el mismo que el de Claudio en la obra de teatro inglesa: matar al padre, desposar a la viuda (que da el visto bueno para toda la movida) y tratar de controlar al hijo. Kurt Sutter bajó al Estados Unidos llano y rutero los preceptos sobre la toma del poder por medio del derramamiento de sangre familiar que Shakespeare hizo célebre para las monarquías europeas hace cuatro siglos atrás. Salvo que esta vez hay mucha más sangre y un poco menos de familia. Sutter cambió el palacio de Elsinor y sus salones por el taller mecánico «Teller-Morrow» con su explanada para motos, las guerras de soberanía entre Noruega y Dinamarca por las luchas entre pandillas de California, y disolvió el decoro de los diálogos cortesanos en la misoginia que rige el ambiente tugurial de las hermandades motoqueras.

           De hecho, una porción considerable de la serie (hasta la quinta entrega aproximadamente) se va con Jax desentrañando los pormenores de la muerte de su padre, John Teller. Este no se contacta con él mediante apariciones fantasmales como le ocurría al vacilante Hamlet, sino por medio de cartas que lo sobrevivieron y un volumen donde reunió su memorias, al cual tituló épicamente como «La vida y la muerte de SAMCRO: Cómo los Hijos de la Anarquía se descarriaron». SAMCRO es el acrónimo inglés para el Club de Motociclistas «Hijos de la Anarquía» Originales de Redwood, siendo Redwood el nombre del condado donde estos desarrollan sus negociados. SAMCRO fue fundada en 1967 por los llamados «nueve originales» entre los que estaban John Teller y Clay Morrow, y es la célula iniciática de toda una red de clubes moteros extendida a ambos lados del Atlántico. Como notarán, estamos ante la presencia de todo un andamiaje terminológico propio del submundo de los cascos y las dos ruedas, en el que sus miembros se llaman a si mismos hermanos, llevan tatuajes que los identifican como tales y visten chaquetas con parches que señalan sus respectivas jerarquías. El presidente elige a su vice y a su sargento de armas, y la traición al grupo se paga cara, inclusive con la muerte a manos de los compañeros. Las mujeres tienen la membresía vedada, están excluidas de los asuntos internos y el único medio para evadir los agravios que toleran, es contrayendo matrimonio con algún integrante de la sección.

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           En sus memorias, John Teller transmite su preocupación por el rumbo que han tomado los Hijos de la Anarquía. Se suponía que la comunidad que contribuyó a erigir junto a los restantes ocho originales tras su regreso de la Guerra de Vietnam, debía servir como un espacio que permitiese a quienes se integraban escapar a las demandas de un sistema que hacía agua por todos lados, siguiendo los principios de la hermandad, el bien común y la pasión por las motos. Sin embargo, paulatinamente a que los Hijos se fueron involucrando en actividades ilícitas como la importación, modificación y venta de armas, esos ideales desaparecieron. La recuperación de los manuscritos de John por parte de Jax (Charlie Hunnam) es, asimismo, la recuperación de los sueños que este tenía y una tentativa por llevarlos a la práctica desde su posición de heredero a presidente del club. Al tiempo que comienza a escribir sus propias memorias, pretenderá encauzar a sus hermanos hacia la legalidad. Así los Teller, como su apellido lo indica, se convierten en hacedores y narradores de su época, un modo de dejar constancia a sus descendientes del derrumbe de su mundo y cómo no pudieron impedirlo.

          Pero el rastreo del final trágico de su padre es también la cocción de una lenta venganza contra su homicida. Jax no es el Príncipe de Dinamarca, él nunca duda en tomar represalias contra Clay (Ron Perlman) por lo que hizo. Lo que en Hamlet eran vacilaciones en torno a accionar o no, en Jax se vuelve una cuestión de cuando hacerlo. No es una pregunta por sí o por no, es un problema de momento preciso. Muchos negocios dependen de Clay y su muerte podría poner a SAMCRO en una situación endeble. Por los subterfugios de este Claudio de las marginalidades, tampoco podemos obviar que su apellido signifique plastilina, esa masa moldeable capaz de adquirir la forma de la superficie a la cual se adhiere.

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Ron Perlman es Clay Morrow.

          Si la tragedia de Hamlet amenazaba con ser la tragedia de Dinamarca, un reino sino acéfalo al menos con una cabeza implantada ilegítimamente, la tragedia de Jax y de Charming (encantador, en inglés) es la de todo Estados Unidos, una nación cautiva de los mecanismo de violencia más feroces que puedan imaginarse, ya sean estos colectivos o individuales, estén encarnados en los clanes mafiosos, en las fuerzas del orden, o en un chico que dispara contra sus compañeros de escuela. Con la excusa de mantener al pueblo alejado de un supuesto proceso de modernización desnaturalizante, de mantenerlo en un estado de conservación virginal, los Sons toman bajo su cargo la seguridad de alguna de sus zonas, intervienen en las transacciones e imparten una justicia paralela. Y por eso existen ciertos códigos que no deberían ser quebrados, como confesar ante a la policía, dañar a mujeres o niños, o atentar contra un hermano. Esta última es la razón por la cual en la vindicta contra Clay se implica todo el colectivo motero, porque es el conjunto quien se siente afrentado.

          Si bien ninguno de los intérpretes es descollante, en su totalidad configuran un cast compacto. Aún así hay tres personajes que aventajan al resto. Uno lo acaparó el propio Kurt Sutter, que además de escribir y producir la serie también la actúa como Otto Delaney, un ex-Hijo de la Anarquía que cumple una condena de por vida en la cárcel y que soporta estoicamente los vejámenes más impactantes como consecuencia de su lealtad a su gente, puesta a prueba en sucesivas ocasiones. Los dos restantes son Gemma Teller Morrow (Katey Sagal, esposa de Sutter y ganadora del Globo de Oro en 2011), una Gertrudis reactualizada a ese entorno de sometimiento femenino, al que se sobrepone por ser una matriarca fiera y manipuladora, y Alexander «Tig» Teller (Kim Coates), el más agresivo de los enchaquetados, tan impetuoso como descabellado. Quizás en el conteo de cierre a Sons Of Anarchy le sobren unos cuantos episodios, como si a medida que la interminable maraña de traiciones y represalias tendiera hacia el sinsentido, la trama también se resintiera. Más no deja de ser  una barbárica recreación sobre estos grupos sociales, una licencia para contar sin tapujos la violencia a partir de la violencia.

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