«Eso es Los Ángeles: veneran todo y no valoran nada.»
 Sebastian Wilder.

            El buen musical es algo más que la suma de música y actuación. Es una amalgama artística químicamente equilibrada entre más componentes. Química que, por otra parte, es prioritario hallar en la pareja protagónica y cuya luminiscencia hacía mucho que no refulgía tanto como en la dupla Gosling-Stone (quienes ya había trabajado juntos en Crazy, Stupid, Love de 2011 y en Gangster Squad de 2013). Ellos son -y simbolizan- la música y la actuación. Él, de nombre Sebastian (y de apellido Wilder, pero vamos, que acá lo importante es que sea tocayo de Johann Bach), un pianista fracasado, que encomia a las big bands del jazz y quiere rescatar un bar donde se toque exclusivamente esa música; y ella, Mia Dolan, una eterna postulante a los casting de actrices, que trabaja en un cafetería atendiendo a las divas hollywoodenses y vive  en un departamento con sus tres amigas.

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            Con esta escueta caracterización ya queda todo dispuesto para el enamoramiento, que como venimos diciendo no es otra cosa que la unión simbólica entre los dos componentes primarios de un musical simbolizados en ellos, y que se posterga algunos minutos ya que las primeras impresiones, a veces, suelen ser las erradas… Chico conoce a chica, inician una vida juntos y todo comienza a irles mejor con la ciudad de Los Ángeles como testigo. Ella se muda a su casa y él la anima a escribir su unipersonal, mientras la saca a bailar por los clubes de jazz y le enseña el arte de la improvisación que los gobierna. El amor ablanda cualquier corazón y la subsistencia en pareja es más costosa que la soltería, motivos por los cuales él accede a flexibilizar su estricto clasicismo musical y ser el pianista de una banda pop en alza armada por Keith, un amigo de la universidad.

           Y ahí empiezan a resquebrajarse los sueños. Recitales colmados de gente, horas de ensayo y absurdas sesiones de fotos se convierten en el reverso de los huecos que quedan en la sala de teatro cuando ella estrena su obra. Acá las profesiones no solo sirven para darle un aura de romanticismo a la historia -¡ah, el pianista y la actriz!-, sino también para acreditar el argumento. De nada habría servido, pongámosle, que Ryan Gosling hubiese sido el carpintero sudoroso de The Notebook (Diario de una pasión, 2004), porque allí la traba para el amor era la diferencia de clases sociales con Rachel McAdams. O que le hubiese tocado ser el conductor taciturno de Drive (2011), donde el escollo eran las cuentas mafiosas sin saldar.  Aquí no, aquí la inviabilidad está dada por las largas distancias de las giras y las extensas jornadas que ambos podrían llegar a pasar en los estudios, apartados uno del otro.

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           El guionista y director Damien Chazelle (Whiplash, 2014) necesitaba personajes con carreras que en alguna medida demandaran cierta cuota de egoísmo. No hay punto de encuentro para esta pareja: o son los proyectos en común o son los sueños individuales, pero uno de los dos caminos debe imponerse. Y lo hace el segundo, el que los aleja. Esto ocurre porque la mirada definitiva que Chazelle ofrece acerca de la consagración en el arte es de inserción totalmente comercial. Sebastian pasa de vivir como un ermitaño a «pegarla» con una banda cuya música no sabe del todo si le gusta, pero bueno, le facilita la plata para comprarse el bar que tanto quería; y Mia pasa de darse por vencida y regresar a la casa de sus padres, a transformarse en toda una estrella de cine.

           La la land consuma su sentido y se salva ahí nomás de ser un musical superfluo con las escenas de su epílogo, donde se efectúa el reencuentro remoto de la pareja. Mia, ya casada con otro hombre y vuelta de rodar una película en París, sale con su marido a tomar algo a un bar de la ciudad, sin sospechar que es el de Sebastian. Sentada en una de las mesas, lo ve tocar otra vez. Las notas les acercan, como cantara alguna vez Fantine en Les Misérables, «los sueños que soñaron» juntos y no pudieron concretar. El círculo se completa y entendemos que La la land es un ejercicio nostálgico sobre lo que pudo haber sido, si se hubiesen priorizado otras cosas.

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El Observatorio Griffith, el Lighthouse Cafe o el recodo de Cathy’s Corner son algunos de los escenarios de La La Land.

           Su visión romántica no solo se configura en las alabanzas al arte y a Los Ángeles, sino también en la fuga temporal de personajes que habitan en el presente, usan celulares y toman café en vasos de fibra de papel reciclables, más se visten como en los 60 y añoran la edad de oro del cine estadounidense y del jazz. Por eso el film desborda reconocimientos a esa etapa, algunos de modo explícito (a Singin’ in the Rain cuando Sebastian se cuelga de la farola, o a Shall we dance cuando la pareja se sienta en uno de los bancos del Cathy’s Corner, entre otras) y otros más tenues (el vestido que Mia luce en su primer cita está inspirado en el rosa que Judy Garland usara en A star is born). Como agregado, Emma Stone goza de un físico consonante al de las estrellas de los musicales clásicos y se pasea «angelada» durante toda la cinta.

           Más allá de no haber sido las primeras elecciones del director para realizar sus papeles (antes fueron tentados Emma Watson y Miles Teller, y lo asombrosamente congruente fue que ellos, ricos y famosos despreocupados, desecharon hacer de estos buscadores de éxito por pretender otro caché), ella y Gosling se desenvuelven aceptablemente como cantantes, aunque él es mejor bailarín que ella, con terminaciones más pulidas. Aún así La la land cumple con el deber de un musical e incorpora al menos dos canciones al canon sonoro del género. Una es City of stars cantada a dueto por Gosling y Stone, y la otra es Start a fire, con la cual el músico John Legend, quien la compuso y además interpreta a Keith, le da el salto de calidad a toda la banda sonora.

tumblr_ojoenflzvj1ubc3b0o1_1280           Ningún crítico reparó en que seguidamente a la primera coreografía en la autopista, Sebastian Wilder se pone a sintonizar la radio en su auto y se escucha a un locutor hablando de Shakespeare in love (Shakespeare apasionado, 1998). Podría ser una mención al pasar, aunque lo más probables es que se trate de un linkeo tosco con una de las películas románticas más taquillera de las últimas décadas, recordada escandalosamente por arrebatarle el Oscar a mejor película a La vida es bella (1997) y porque Judi Dench se llevó el de mejor actriz de reparto con cuatro escenas y menos de diez minutos de celuloide. A La la land parece acecharla una controversia semejante, no debido de su calidad sino por la cantidad de nominaciones que le concedieron. Catorce, lo mismo que en su época obtuvieron All about Eve (1950) y Titanic (1997), es un número que a algunos les resulta exagerado y podrían estar en lo cierto. De todas formas si se hace un análisis detenido y se cuentan las categorías esperables, es decir, mejor película, mejor director y guión original a Damien Chazelle, mejor actor y actriz principales, mejor banda sonora al compositor Justin Hurtwitz, mejor canción original por City of stars, mejor fotografía, mejor montaje y mejor diseño de vestuario, el número tampoco está tan alejado. El 26 de febrero se sabrá si esta película se transforma en la más ganadora de todos los Oscar, mientras tanto y como proclama esta historia, solo se trata de soñar.

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